¿Te lo habías preguntado?

Qué ocurre realmente con la ropa de segunda mano que donas

Llevas la ropa que ya no quieres a una tienda de segunda mano, pero ¿te has preguntado qué ocurre después? Este es el viaje de las prendas que nadie quiere.
¿Qu ocurre con la ropa de segunda mano que deshechas y donas

Siempre he considerado la tienda de ropa de segunda mano un lugar reconfortante. Un sitio al que podía llevar de forma fiable y responsable la ropa que ya no quería para revenderla y darle un segundo uso, o como la industria de la moda la ha rebautizado recientemente, ‘volver a amarla’. En el proceso, las organizaciones benéficas hacen grandes cosas con los beneficios de la reventa: apoyar a las tropas, salvar mascotas y contribuir a la investigación para curar el cáncer. Pero, como muchos de nosotros, nunca conocí la historia completa.

En medio de la explosión de las compras en línea y las tendencias de TikTok para los botines de fast fashion, las tiendas de segunda mano —y las aplicaciones de venta segunda mano— se han popularizado en los últimos años. De hecho, en ciudades pequeñas como la mía, las tiendas de segunda mano han dejado de ser principalmente un lugar donde comprar bienes, para convertirse con mayor frecuencia en un lugar donde deshacerse de ellos. Según un estudio británico, solo nos ponemos el 44% de la ropa que poseemos. Y cuando necesitamos más espacio, ¿qué mejor manera de deshacernos de nuestra ropa vieja que donarla a una organización benéfica?

Por desgracia, nunca es tan sencillo. Únicamente entre el 10% y el 30% de las donaciones de segunda mano a tiendas benéficas se revenden en la tienda. El resto desaparece en una cadena que no se ve: un vasto aparato de clasificación en el que los artículos donados se clasifican y luego se revenden a socios comerciales, a menudo para su exportación al Sur Global.

El problema es que, con el auge del fast fashion, estas donaciones se han convertido con demasiada frecuencia en una forma más de deshacerse de la basura y el sistema no da abasto. Cada año se fabrican en el mundo 62 millones de toneladas de ropa, lo que supone entre 80,000 y 150,000 millones de prendas para vestir a 8,000 millones de personas.

Rara vez vemos las redes de personas que se ocupan de procesar, revender y, en última instancia, reutilizar las cosas que donamos, cadenas inmensas que rodean el planeta como un ovillo de hilo, transportando nuestras cosas no deseadas a personas de lugares como Afganistán, Togo o Bangladesh. Como todo lo que tiramos al bote de basura, se envía lejos, en este caso no se tira, sino que se dona.

Quería seguir ese hilo, rastreando el movimiento de las donaciones a través de los comerciantes textiles que las envían, y luego trazando los sorprendentes lugares a los que va a parar esa ropa. Así fue como, un día de primavera del año pasado, acabé en un vuelo con destino a África Occidental.

El destino de la ropa que nadie quiere

Sábado en Accra, la capital de Ghana. Día de mercado. Los compradores abarrotan las calles del distrito comercial central, las carreteras atascadas de puestos y vendedores ambulantes. Cuando se busca ropa de segunda mano en Accra, únicamente hay un destino: Kantamanto, el mayor mercado de ropa de segunda mano de Ghana, y quizá de África Occidental. Cada semana, 15 millones de prendas se mueven por Kantamanto, donde unos 30,000 comerciantes se hacinan en apenas siete claustrofóbicas hectáreas. La mayor parte llega a través de buques portacontenedores, tras haber sido donada a organizaciones benéficas de Europa y Norteamérica. Desde aquí, la ropa se extenderá por Ghana y cruzará fronteras, hasta Costa de Marfil, Togo, Níger, Benín y más allá.

El comercio de segunda mano en Ghana y en toda África Occidental se disparó en las décadas de 1980 y 1990, cuando las organizaciones benéficas occidentales inundaron África con ropa destinada tanto a la recaudación de fondos como a la ayuda. Cuando los textiles de segunda mano llegaron por primera vez a Ghana, la población local no tenía experiencia alguna de tal despilfarro. De hecho, suponían que los dueños de la ropa debían de haber muerto, lo que dio lugar a la frase en akan que aún se lee en una de las entradas de Kantamanto: Obroni wawu, que se traduce a “ropa de hombre blanco muerto”. (En Tanzania, la ropa de segunda mano también se llama a veces kafa ulaya, o “ropa de europeos muertos”). Pero las donaciones, por bienintencionadas que sean, han hecho tanto mal como bien. Incapaces de competir con la avalancha de productos baratos que entraba en África, los sectores locales de fabricación textil se hundieron. Entre 1975 y 2000, el número de personas que trabajaban en el sector textil en Ghana se redujo en un 75%. Las empresas simplemente no podían competir en precio con un producto que la gente desechaba.

Yayra Agbofah y Kwamena Dadzie Boison, fundadores de The Revival.Cortesía

Estoy aquí para reunirme con Yayra Agbofah y Kwamena Dadzie Boison, cofundadores de The Revival, una marca de moda ghanesa especializada en el reciclaje de ropa de segunda mano. Yayra, director creativo de The Revival, es un hombre alto y elegante, con predilección por los sombreros de ala ancha y los pantalones anchos. Kwamena, el más delgado y tranquilo de los dos, con una barba cuidada y gusto por los anillos, es el jefe de diseño de la marca. Juntos, son dos de los hombres con más estilo que he conocido. Hoy ambos están vestidos de negro de pies a cabeza, Yayra con una de las camisetas de The Revival en la que se lee: ghana upcycling department.

Yayra lleva comprando en Kantamanto desde que era un adolescente: “De pequeño quería vestir a la moda, pero no pertenecía a una familia rica que pudiera permitirse el tipo de ropa que yo quería”, explica, “así que empecé a cambiar o rediseñar cosas que me daban mi hermano y mis amigos. Luego mi hermano me presentó Kantamanto, y me enamoré del mercado de segunda mano”.

Hace unos años, Yayra empezó a oír a los comerciantes de Kantamanto quejarse del deterioro de la calidad de los envíos de ropa. También lo vio él mismo: “Yo coleccionaba [prendas] vintage”, explica Yayra. Antes se podían encontrar joyas entre las interminables montañas de sudaderas de GAP y jeans de Next: piezas firmadas por Alexander McQueen y Vivienne Westwood. Las casas de moda de lujo acostumbran a recortar los artículos no vendidos, conocidos como deadstock, para que no tengan valor de reventa. Pero a veces, el stock sin cortar se colaba en los paquetes, proporcionando un suministro irregular de ropa de diseño a la ansiosa escena de la moda de Accra. En los últimos años, sin embargo, la creciente popularidad de las aplicaciones de segunda mano y reventa ha hecho que la ropa de gama alta (y su valor de reventa) se quede cada vez más en el Norte Global, mientras que el fast fashion ha desatado una oleada de ropa de calidad cada vez más baja en Kantamanto.

El mercado tiene un horario. Los lunes y jueves llegan contenedores recién llegados del puerto de Tema cargados de paquetes nuevos. Luego los importadores y comerciantes textiles venden la ropa a los comerciantes. “Los precios oscilan entre 75 y 500 dólares, en función de la procedencia y la calidad”, explica Yayra. Las pacas británicas son las más caras, en parte porque se clasifican mejor y hay más posibilidades de encontrar prendas nuevas, que se venden con un sobreprecio. “Lo que viene de América y Canadá tiene muchos más desperdicios”. Los paquetes se venden por tipo de prenda —zapatos de hombre, tops de mujer—, pero el contenido concreto es un misterio, así que después de comprar cada paca, los comerciantes lo revisan y valoran cada artículo.

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“Es un juego de suerte”, dice Yayra, que cada vez pierden más comerciantes. Cuando los vendedores no pueden recuperar su dinero, muchos se endeudan. Con el tiempo, al bajar la calidad, algunos se han visto inmersos en una espiral de deudas, incapaces de salir de ella.

El sábado es el día más ajetreado de la semana. Es el día en que la mayoría de los comerciantes abren sus pacas a los nuevos compradores, que pueden llegar antes de que amanezca en busca de las mejores gangas. Nosotros, sin embargo, llegamos a medio día, con la esperanza de que los comerciantes tengan más tiempo para hablar ahora que la multitud ha disminuido. El mercado en sí es un laberinto de callejuelas estrechas, sostenido por simples vigas de madera y un tejado de hojalata. Pero su sencillez esconde todo un barrio autónomo. Más allá de los puestos, hay costureras; zapateros; tintoreros, que con un rápido tratamiento pueden restaurar una camiseta o unos jeans desteñidos; toda una cuadrilla de hombres que opera grandes planchas de hierro fundido, calentadas sobre brasas para embellecer la ropa. Fuera del horario de venta, hay barberos, vendedores de comida y bares secretos que tocan ritmos uptempo y se llenan de vida cuando termina la hora de trabajo. Recorremos pasillos repletos de percheros: Asos, Dorothy Perkins, Zara, algunas aún con las etiquetas de las tiendas de caridad. Los puestos son minúsculos. El suelo y los pasillos están alfombrados de ropa.

Pasan mujeres jóvenes con fardos de ropa en la cabeza. Son nombradas como kayayei (traducido literalmente como “la que lleva la carga”), porteadoras contratadas por los vendedores para mover los paquetes de ropa por el mercado. Los kayayei, a menudo inmigrantes adolescentes analfabetos, no cobran casi nada; muchos viven en el asentamiento informal de Old Fadama, a poca distancia del mercado.

La mayoría de los vendedores de Kantamanto son mujeres, por lo que Yayra y Kwamena las llaman respetuosamente “Auntie”, (tía en español). Nos detenemos en el puesto de Janet Oforiwaa, quien lleva treinta años trabajando en Kantamanto, desde que era una niña, cuando ayudaba en el puesto de su madre. Ella vende ropa de invierno: parkas, abrigos, chaquetas de tweed. Pueden parecer vendedores improbables en medio del calor de Accra, pero tienen su propio público: pescadores, viajeros y habitantes de la vecina Burkina Faso, donde las noches del desierto pueden ser tan frías como calurosos los días.

Yayra y Kwamena llevan tanto tiempo comprando en Kantamanto que parecen conocer a todo el mundo. Los comerciantes gritan de alegría cuando llegan, les saludan y les abrazan.

Más tarde, después de enseñarme el mercado, Yayra y Kwamena me invitan a bajar a la sede de su propio negocio, la empresa de reciclaje de ropa sin fines de lucro que dirigen. Se trata del estudio de diseño de The Revival, anexo a la casa de Yayra en un tranquilo suburbio de Accra. Al igual que ellos, el lugar está perfectamente decorado: suelos de madera pulida, música, la sala decorada con máquinas de coser antiguas y fotografías recortadas de revistas de moda. El estudio es un tesoro de basura de segunda mano. Hay fardos de ropa amontonados por todas partes: trajes amplios, franjas de mezclilla lavada a la piedra, una caja llena de sombreros de hombre. En un perchero, Yayra ha montado un pequeño museo de uniformes: un abrigo de policía, prendas con camuflaje de la guerra de Irak, chaquetas de la Marina estadounidense. Incluso, una chaqueta del 307º Batallón de Señales del Ejército de EE.UU. aún luce su insignia, Optime Merenti, ‘al mejor merecedor’. “Tenemos grandes bolsas de estas cosas, con nombres aún en ellas”, dice Yayra.

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Cada pieza de ropa usada cuenta una historia de distancia y tiempo. Un viejo casco de cuero de fútbol americano. Una chaqueta de los Pittsburgh Steelers. Una gorra de béisbol del monte Robson, “el pico más alto de las Rocosas canadienses”, y todo un perchero de gruesas chaquetas de cuero para motociclistas, inservibles en el clima tropical de Ghana. The Revival intenta convertir algunos de estos artículos inservibles o invendibles en objetos elegantes y deseables: “Nuestra idea es: ya está aquí, no podemos devolverlo, no tenemos el poder. Así que podríamos convertirlo en algo funcional”, dice Yayra. The Revival trabaja con los artesanos de Kantamanto —costureras, sastres, tintoreros y zapateros— para prolongar la vida útil de objetos que, de otro modo, se tirarían a la basura. Yayra saca una chaqueta de plumón rojo brillante que han vuelto a coser para convertirla en mochila. Es una ingeniosa pieza de diseño, a la vez sostenible y sorprendentemente moderna: “Ahora podemos usarla y no acabará en un basurero”, dice.

The Revival es actualmente una organización sin fines de lucro y cada colección se fabrica a pequeña escala y a mano. Vende sus diseños en tiendas pop-up en Accra y sus alrededores. De momento, la operación es minúscula, y solamente puede representar una fracción de los productos que llegan a Kantamanto: “Nos dimos cuenta de que hay tantos residuos, y de que no hay suficiente demanda para ellos”, dice.

Su respuesta ha sido encontrar a personas que sufren escasez de ropa y hallar formas de ayudarles con los residuos reunidos. Por ejemplo, en Ghana más de 80,000 recolectores de fruta sufren heridas y golpes al recoger los cultivos frutales sin el equipo de seguridad adecuado: “En Ghana hay unos 80,000 cultivadores de piña. Y hay plantaciones de piña en toda África y el Caribe”, explica, “los agricultores de subsistencia no tienen capital para comprar ropa de protección, es demasiado cara”, así que en 2020, The Revival desarrolló una línea de equipos de protección agrícola a partir de importaciones de jeans desechados, que la marca ha donado a agricultores de toda Ghana. Yayra me muestra un conjunto de monos cosidos para proteger brazos y extremidades; el propio tejido está serigrafiado con un diseño pop-art de piñas. “Estamos pensando en producir uniformes para los trabajadores del petróleo y el sector sanitario”, dice Yayra. “Y estamos pensando en utilizar el cuero para hacer chaquetas para los motociclistas comerciales de aquí, porque muchos de ellos no llevan ropa de protección”.

Así luce Kantamanto, en Ghana.Cortesía

Por supuesto, The Revival solo puede salvar prendas hasta cierto punto. Según una investigación de la Fundación OR, hasta el 40% de la ropa que llega a Kantamanto se convierte inmediatamente en basura. Al final del día, los recolectores de basura privados, conocidos como bola boys, pasan por los pasillos jalando carros y se llevan los artículos no vendidos. Pero la recolección en sí cuesta dinero, por lo que algunos comerciantes no se molestan, dejando que los residuos se acumulen en el pasillo y las alcantarillas. Los residuos son impresionantes.

Varias veces a la semana, los camiones de recolecta de la ciudad recogen incontables toneladas de restos textiles vertidos en los pasillos y cunetas de Kantamanto. Antes, los residuos se llevaban a un vertedero de Kpone, a las afueras de la ciudad. Pero la afluencia masiva de residuos textiles en los últimos años creó unas condiciones imposibles en el vertedero, explica Solomon: “Los residuos textiles absorben el agua, se mezclan con la suciedad y el sedimento, y los unen como si fueran concreto”. Como resultado, los equipos de compactación del vertedero tuvieron que hacer el triple de pasadas para triturar los residuos. Las consecuencias han sido duras. En Kpone, “el espacio vacío que debería tardar treinta o cuarenta años en llenarse, se llenó en menos de tres años”.

El nuevo vertedero municipal está a más de una hora en auto de la ciudad, y lo gestiona un operador privado poco acogedor para los forasteros. El antiguo vertedero de Fadama es un montículo de basura de nueve metros al borde de una laguna. Decidimos subir a la cima. Yayra se cubre la cara con un pañuelo; yo me pongo la máscara contra el coronavirus para ayudarme con el hedor despiadado. La basura cruje y cede bajo mis pies mientras subimos. Trozos de poliestireno, bolsas de plástico, trozos enteros de un viejo televisor LG, huevos rotos que pican las moscas... y debajo de todo, trozos y trozos de ropa. Yayra y yo hurgamos en la basura, seleccionando etiquetas: Jeans de Zara, sandalias de Adidas, un blazer de Polo University Club, una marca ya desaparecida de Ralph Lauren. “Algunos días vienes y ves montones de ropa fresca”, dice Yayra.

Llegamos hasta la cima, intentando no caernos. Desde allí, podemos contemplar la Vieja Fadama. En la cima del montículo, un rebaño de ganado enflaquecido y de aspecto enfermizo pasta entre la basura. Una lleva un saco de ropa hecho nuedos enredado en el cuerno. Me mira, la bolsa ondeando al viento como una bandera blanca.

Artículo publicado originalmente en GQ US, adaptado y traducido de la versión original de WASTELAND: The Secret World of Waste and the Urgent Search for a Cleaner Future, de Oliver Franklin-Wallis.